Vivía en aquel pueblo un poeta
que nunca había escrito una sola palabra,
nunca había creado ni un único verso
que hubiera emocionado o conmovido,
provocado lágrimas o compasión,
que hubiera mejorado mínimamente el mundo
a través de reflexiones profundas y agudas,
explorando la condición humana y lo que la trasciende
o que hubiera trasmitido aquella paz interior
que provoca la belleza cuando toca el corazón.
Él no sabía nada de la magia de las palabras,
ni de aritméticas lingüísticas o de versos sonados,
tampoco de ritmos o rimas y, menos, de estilos o escuelas,
en verdad, él no se consideraba poeta para nada,
era la gente del pueblo que se burlaba de él
y decía: ¡mirad, ahí va el poeta, qué chiflado!
y se reían a sus espaldas y también en su cara.
A él poco le importaba, era un ser solitario:
trabajaba el campo como anteriormente había hecho su padre,
y más que con los hombres hablaba con los animales.
Compartía con ellos las experiencias genuinas
de nacimientos y muertes,
traducía los mensajes del silencio
o de una brisa leve moviendo el trigo,
descifraba los secretos de la vida
en el lento amanecer de los inviernos,
pero temía las sombras crecientes
que preceden a la oscuridad de la noche
porque sospechaba que personificaban
sus propios fantasmas y miedos.
Se maravillaba ante la belleza y sabiduría
de una simple flor campestre y
participaba en la magia que se produce
cuando el tiempo se desvanece
y los espacios del alma se funden
con los de una naturaleza infinita,
pues conocía cada rincón de su interior
igual como cada palmo de su tierra.
Él no escribía poesía, la vivía.
Pero él, ni siquiera, lo sabía.
